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lunes, 20 de julio de 2015

Desencantos

Leopoldo recrimina a su madre haberle internado en aquel sanatorio mental. Su madre, Felicidad (nombre opuesto a su estado) no pestañea. Leopoldo insiste en recordar aquello como una traición, como una condena que no perdona. Su madre se explica fríamente, como si hablara de mandar a un niño a un campamento o castigarle sin el postre. Ni en sus palabras ni en su expresión, un rastro de perdón. 

Leopoldo no la mira a los ojos. Puede que por altivez. Puede que si lo hace, su odio se acrecente. Puede que haya aprendido que en los ojos está el centro de gravedad del alma. Puede que la deteste con tan poco coraje que el hacerlo le destruya aún más. 

Escena de banco desencantado de Jaime Chávarri
En ese banco, está también Michi Panero. Callado pero no ausente. Escuchando todo lo que ocurre pero sabiendo que su sola mediación enturbiará más esa escena más propia de una pelea a garrotazos goyescos que de una reunión familiar. En esta pugna no salta la sangre sino las palabras, como puñales cargados de un pasado de escombros.

La conversación resume una vida. O más bien dos. La de Leopoldo intentando comprender porqué ha acabado así. La de su madre haciéndole entender porqué debía acabar así.

Puede que haya aprendido que en los ojos está el centro de gravedad del alma. Puede que la deteste con tan poco coraje que el hacerlo le destruya aún más. 
En otro banco, sesenta años después, se sientan con achaques y las piernas arqueadas tres personas. Una señora y dos señores. La señora (joven precaria en otros tiempos) le recrimina al señor del medio que por qué lo hizo. Le insiste, le somete a un juicio con sabor a verbo revenido. Intenta comprender porque nos llevó al desvarío, a la humillación, al comienzo y al final de la nada. No obtiene respuesta. 

El receptor se atusa las gafas. Se mesa la barba. Parece que va a hablar. Comienza señalando que él era y es una víctima de las circunstancias y que si se hizo fue por el bien de todos. No se sonroja. No pide perdón, ni siquiera transpira un gramo de empatía. A su lado, el acompañante opta por el silencio ante la indignación de la señora. Piensa que ahora cualquier explicación, son ya excusas descontextualizadas y fútiles. 

La señora no los mira a la cara. El daño ya se hizo. Ahora solo quedan las migajas de una explicación que no llegará. Así recuerda ella cómo fue el tiempo en el que perdió la dignidad para comer. Ahora, frente a ella, su culpable mantiene la misma ofensiva actitud que los llevó al desastre. 

Al fondo se oye como un eco que recita palabras y suenan a Panero en oración:

                                            el manicomio lleno de muertos vivos                                                   el manicomio lleno de muertos vivos                                            el manicomio lleno de muertos vivos                                            Estas flores son cadenas                                            y yo habito en las cadenas                                            y las cadenas son la nada                                            y la nada es la roca                                            de la que no hay retorno
La mujer se gira y musita: "Fin de la cita".

Líneas regadas con Nacho Vegas y su El hombre que casi conoció a Michi Panero

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